La historia es más o menos así: Durante más de la mitad del siglo pasado, el nacer en sectores populares  y en familias numerosas, marcaba fuertemente de qué bienes se dispondría en la vida cotidiana. Uno de los ejemplos más dicientes era el huevo del desayuno. No sé si en todas las regiones, pero al menos en la zona paisa, la única persona que comía un huevo entero al desayuno era el padre. Tanto la madre como los hijos e hijas desayunaban con pericos, migas, tortillas, que utilizaban dos o tres huevos y otros ingredientes de aliño y también de “relleno”, como cebolla, tomate, arepas migadas, harina, etc. La única oportunidad en que se disfrutaba de huevo entero al desayuno, era el día del cumpleaños. Si por desgracia eras mellizo o gemelo, ni ese día.

En fin, mi amigo se sentaba con su poquito de huevo y miraba el desayuno de su padre soñando con el día en que él también sería padre y desayunaría huevo entero.

Pero ocurrió algo inesperado: A finales del siglo XX hubo un tremendo cambio social y cultural en esta parte del mundo, que logró posicionar los derechos de niños y niñas como prioritarios sobre las demás poblaciones. Así que en casa de mi amigo si hay un sólo huevo al desayuno, es para su hijito.

La metáfora del huevo entero me ronda cada vez que presencio a algunos hombres que hacen parte de la transición entre las masculinidades  tradicionales y la invención de otras maneras de hacerse hombres y hacerse padres. Muchas generaciones de hombres han crecido bajo la tutela y el modelo de padres que sólo se han relacionado con sus hijos proveyendo bienes materiales, distantes en lo afectivo, sin saber abrazar o decir te quiero, sin saber a veces ni a qué edad caminaron sus hijos, de qué se enfermaron, en qué año estaban o qué materia les gustaba más.

Algunos de los padres de estos hombres, no sólo fueron distantes, sino violentos, castigadores, bárbaros en sus maneras, con métodos de crianza basados en torturas, o “dueños absolutos” de toda la familia, incluso del cuerpo de sus hijos e hijas, violadas y marcadas de por vida con las señales de la bestialidad paterna.

Y sin embargo, como la vida no sólo se reproduce sino que cambia, muchos de estos hijos decidieron ser hombres y padres diferentes, implicados de manera afectuosa, respetuosa, responsable en el cuidado y crianza de sus hijos e hijas.


Los veo en las calles y los parques, en piscinas, teatros y bibliotecas, les veo llevando uno o dos hijos en una bicicleta o una moto, les veo en las casas y los baños públicos cambiando pañales, o enseñando a utilizar el sanitario a sus hijos. Les veo en los supermercados con toda sabiduría y tranquilidad, comprando el alimento favorito de cada hijo, o las toallas higiénicas para sus hijas.

Los veo en los colegios, en las reuniones que siempre se han llamado de padres, pero que hasta hace poco estaban llenas sólo de madres. Incluso los veo cuidando a sus hijos con discapacidades, sin distancias, sin culpabilizar a las madres, gozándose cada minuto de compañía de las nuevas generaciones, intentando inventarse algo que nadie les enseñó.

Y aunque siguen estando los juzgados atestados de violencias paternas e inasistencias alimentarias, cada vez hay más casos de hombres que se luchan la tutela y la custodia de sus hijos e hijas, no como un arma contra la pareja, sino como un proyecto de vida propio y auténtico, que vale la pena o, mejor, que vale la dicha protagonizar.

Por eso, aunque el Día del Padre se pueda correr en el almanaque de acuerdo con las conveniencias comerciales, electorales o las que sean, aunque circulen frases como que padre es cualquier HP y otras igual de desobligantes, quiero hacer mi homenaje y ofrecer huevo entero a los miles de valientes que están en este empeño tan difícil y tan vital de ser padres de manera amorosa y comprometida.

Aquí les presento algunas experiencias que se viven en Cali y el suroccidente de Colombia, para que no crean que hablo de países nórdicos o de Marte:

 

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